Mamá de pequeños nos decía que el Ratoncito Pérez vivía aquí en París, al lado de casa. En una brasserie de la Rue de Saint Severín, en el corazón del barrio Latino. Decía que vivía en un pequeño barril, debajo de una humeante fondue que todavía hoy sirve de reclamo para atraer turistas.

El ratoncito Pérez, cuando nos caía un diente y lo asentamos debajo de la almohada, nos dejaba un sendero de sugus y toffees para llegar hasta el ansiado regalo. La fila colorista partía de nuestras zapatillas (que osadía la del roedor). Seguía por el pasillo, sorteaba la mesa del salón, se adentraba en el cuarto de la plancha, para acabar normalmente debajo de la cama de nuestros padres. Si bien en un primer momento la oscuridad del dormitorio nos hacía reconsiderar la empresa, el tesoro bien valía el reto de ser descubiertos. Ellos, conscientes de que caeríamos en su engaño, aguantaban la risa mientras se hacían los dormidos.

En aquella urdida confabulación para una fría mañana de domingo, fascinados por el monumental hallazgo, obviábamos la evidencia a una más que segura captura. Recuerdo que los cuatro acabábamos bajo el edredón comiendo caramelos a la luz de una linterna.

La semana pasada me han telefoneado para ir a fumigar el local. ¡Que disgusto! En la visita técnica de valoración, he levantado el barril y no había rastro de Monsieur Pérez. De todos modos, para librar al ratón de una muerte segura, le he dejado una nota diciendo que hasta hoy lunes no empezaríamos a vaporizar el veneno. Hoy he vuelto a levantar el barril y en un papel de sugus me he encontrado escrito: Merci beaucoup, mon ami!